Por: - Noviembre 27th, 2013 - 3 Comentarios »

El primer trimestre: La fiesta hormonal ha comenzado

Desde antes de confirmar mi embarazo ya me sentía mal, pésimo, como si tuviera un cólico de esos que te dejan doblada y de ahí no te levantas, mezclado con una sensación extraña de dolor a la altura de la vejiga, por lo mismo, el día en que dudé estar embarazada fue porque pensé que podía tener alguna infección o algo parecido.

Pero no, era ÉL que tratando de “anidar” tenía armada una fiesta por allá, al sur de mis extremidades, y no contento con eso, cuando ya me confirmaron lo que los médicos llaman “el diagnóstico”,(como si el engendrar una vida fuera una enfermedad, pero de eso hablaré en otro post) empezaron las contracciones que hasta el primer gran susto yo las seguía confundiendo con dolores de guata.

Recuerdo perfecto cuando empezaron las náuseas, que de “matutinas” no tuvieron nunca nada las malditas. Debo haber tenido un mes y medio de embarazo porque aún no veíamos al “porotito” por primera vez. Estaba trabajando y en mi pega nadie sabía todavía que estaba embarazada, pero como trabajaba en algo parecido a Siberia, alejada de toda civilización y compañeras de trabajo ya madres, logré pasar piola casi 3 semanas, aunque luego mis compañeras madres me dirían que la cara se me había puesto redonda y me había llenado de acné. Sí, para mi el embarazo fue una época de pura belleza.

Volviendo al tema náusea, ya algunas revueltas de guata había tenido, pero una mañana me desperté sintiéndome rara y al llegar al trabajo traté de comer y no pude, ganas de vomitar horribles, me aguanté hasta el almuerzo y traté de comer de nuevo, pero no hubo caso, llegué a la casa y ya con el genio atravesado comencé a comer limón con sal y no paré de comer limón todo el embarazo, porque eso era lo único que ayudaba a calmar desde las náuseas hasta la acidez, eso y comer hielo, porque habían días en que por más que lo intentara todo me daba asco, hasta mi amado pan. Aún con todo, nunca vomité.

Y así con este tema resuelto llegaron las hormonas que tuve que empezar a usar desde la semana 8 hasta la 12 por culpa de un desprendimiento amnio-corial, que pasa en un 10% de los embarazos y que significa que el saquito donde está la guagua comienza a desprenderse porque se forma un hematoma, eso en simple porque el día en que el ginecólogo me lo explicó era como si me explicaran la fusión nuclear.

Con estas hormonas mi cara literalmente volvió a la pubertad, cara y cuello con acné del terror que ni el maquillaje podía tapar, para qué hablar de los pelos, sí, eso es algo que nadie te cuenta pero lo digo ahora, uno se vuelve una monita y como si fuera todo esto poco, engordé, sí, altiro, nada de esperar hasta el segundo trimestre, con 12 semanas y contando, ya llevaba 6 kilos de más y la cosa no pararía. Y eso que no comía como si estuviera en un concurso del tipo “Dani v/s Food”.

Para qué vamos a hablar del genio, aquí habría que pedirle a mi marido que hiciera una aparición especial para hablar desde su perspectiva lo que fue soportarme en esta fiesta hormonal. Un día yo era un amor y al día siguiente era insufrible, o todo blanco o todo negro, los puntos intermedios desaparecieron y cuando todo pasaba lo único que me quedaba era decir “perdoncito” a lo que él, tierno, contestaba, “no importa amor, estás haciendo crecer a nuestro porotito con cada pataleta más grande que la otra”. Claro que la paciencia no es infinita y más de alguna vez me mandó a la punta del cerro.

Pero un lindo día, a mediados de diciembre, como con 13 o 14 semanas, todo pasó, empecé a sentirme bien, con energía y ya el sueño, las náuseas y las hormonas no dominaban mi vida. Comenzaba el segundo trimestre, mi guata de embarazada dijo “hola” y con eso ya la gente me felicitaba y no pensaba que “oh, que gordita que se puso”. En resumen, estaba todo bien, mi porotito ahora era poroto y crecía sano y ya bien afirmado.

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